UN RELATO DE MI COLEGIO


RECUERDOS DE LAS CAÑADAS

Un duro. Cinco pesetas era todo lo que necesitaba para salir corriendo hacia el kiosko, o mejor dicho, hacia la verja verde. Detrás de ella montaba su puestecito nuestra aclamadísima Madalena y allí nos agolpábamos todos los niños a la hora del recreo para conseguir un chupa-chups, un chicle  o incluso un bollicao con pegatina para los más afortunados.

     Después de tanta emoción, nada mejor que un paseo por el patio a disfrutar el botín, entre el griterío, carreras y pilla-pillas.. acercarse a observar una emocionante partida de estampitas, con esos tacos de tamaño proporcional a la sonrisa de su dueño, y donde una por arriba o dos por abajo te podían llevar hasta el gran triunfo o hasta al más estrepitoso de los fracasos.. Estrepitoso sobre todo si me jugaba las estampas que mi hermano mayor me había prestado, seguramente de forma involuntaria. Alguna vez, también, pensaba uno en asomarse al patio de los niño mayores, pero casi que daba miedo, no sea que fuesen a abalanzarse sobre mí como dinosaurios (así era el respeto que les tenía), y mejor no arriesgarse.. También estaba la opción de hacer rabiar a alguna niña protestona, o de participar en cualquiera de los caóticos 20 partidos de fútbol que se jugaban al mismo tiempo en la misma pista.
Otra opción era irse a la parte de atrás del módulo de la primera etapa, a tirarle piedras a una barra de metal horizontal cuyo ruido al ser golpeada recordaba al de un rayo láser. Y ya ni hablemos de la explanada de tierra para jugar a las canicas, donde también perdí por cierto muchas de las de mi hermano. Hasta te podías permitir el lujo de jugar al sota, caballo y rey, pero ya, casi que no da tiempo, por que justo ahora está sonando la sirena y me temo que he de volver a clase..

     Ya en el aula, con sus mesas verdes, sacaba el libro de la asignatura de esa enorme mochila que todos llevábamos. Si los libros de texto, esos que hacía tanta ilusión ir a comprar con mamá a Artenova a principio de curso. Cuando llegaban a mis manos la primera vez, los abría rápido, sobre todo para ver los dibujos. Suponía que cuantos más dibujos tuviera, más divertida sería la asignatura. Luego ya, tras varias clases, todos esos libros ya estaban subrayados, con las esquinas dobladas, sus forros inutilizados y con bastantes  dibujos pintados a boli, monigotes que, como quien no quiere la cosa, vivían sus propias historias sin entender por qué mi madre me regañaba al crearlos.
         Recuerdo a mis compañeros que eran también mis amigos, cuando la vida aún no me había enseñado a distinguir entre ambas cosas. Las clases de plástica, dejándonos el maestro pintar lo que quisiésemos en los bloc con los famosos rotuladores Carioca o las ceras Manley, y que  para mí, afín de cuentas, era como una especie de recreo camuflado. Nunca se lo dije a nadie, no sea que a alguien importante no le pareciese bien y le diese por cambiarlo por una asignatura normal..

       Algo que me encantaba era las ligas de fútbol que se disputaban allí, aunque siempre nos ganasen los mismos y nosotros hiciéramos lo propio con otros que también eran siempre los mismos . Resultaba todo un contraste ver cómo los mejores del equipo eran los peores estudiantes. Allí el que no valía para una cosa, era estupendo en la otra, salvo honrosas excepciones claro. A final de curso teníamos hasta público, que lo hacía todo mucho más emocionante. Incluso jugaban profesores contra alumnos, por cierto que en alguno de aquéllos partidos recuerdo ver rodar a un maestro al tropezar consigo mismo, ante las atentas miradas de toda la afición..

    Recuerdo el olor de la cafetería, junto al gimnasio, y dentro de éste las clases de educación física, y alguna macro-reunión en tiempos de alerta roja por lluvia, aunque para mí entonces solo significase un día sin clase. Ni alerta ni nada. La sala para ver vídeos, que creo que era la biblioteca, donde por primera vez me hablaron de sexo y no entendía nada.. Sin embargo los demás debían entender perfectamente por que se reían mucho de mis preguntas! En fin..

       En Las Cañadas viví todo tipo de emociones. Desde el amor platónico con varias compañeras de clase ( no todas ellas al mismo tiempo ), hasta el pánico nada platónico por si venía "El Chacón", un gitano que era toda una leyenda..
      Y ya que hablamos de miedo, hablaré de mi peor pesadilla: el comedor. Tengo que decir que para mí era la peor hora del día. Primero, por que no me gustaba la comida (dicho sea de paso con todo el cariño y respeto para las señoras que se dedicaban a prepararla) y segundo, por que si ya era duro de por sí pasarme toda la hora bebiendo agua y recolocando la comida en el plato para disimular, cuando ya veía a la señorita Luci venir por el pasillo me entraba “de tó”.. Para mí era muy mala señal que ella decidiera tomar papeles en el asunto. Sabía que por mucho tiempo que yo mantuviese mi vaso de agua en la boca, se iba a detener a mi lado para supervisar mi genial obra de teatro. Pero nunca conseguía engañarla.. Ella me regañaba muy seriamente y me hacía comer mientras estuviera delante. Qué horror! Llegué a la conclusión de que sólo me libraría de semejante tortura el día que había flamenquines, y lo asumí con resignación..
En fin, muchos recuerdos, aunque estos han sido los primeros que me han venido a la mente..Curiosamente, los recuerdos que menos tengo del colegio son los de las horas que pasé en clase.. Supongo que será que un colegio, es mucho más que un montón de aulas numeradas.

Rubén Peinado